Aunque sea con fórmulaciones diferentes y de diversa intensidad y extensión en el reconocimiento y en la extensión de las singulares y específicas situaciones jurídicas se puede afirmar que en el constitucionalismo europeo de la segunda mitad de siglo XX (tras las dos guerras mundiales) resulta ya positivizada una estrecha relación entre concepción avanzada (‘progresiva’) de la democracia, modelo de Estado y derechos fundamentales. De forma distinta a cuanto había sido afirmado en el constitucionalismo liberal originario, tal relación se fundamenta en la ampliación de las situaciones jurídicas constitucionalmente protegidas y sobre una nueva concepción de la idea de libertad, ahora estrechamente integrado con aquel de igualdad: no sólo la igualdad que proviene de la tradición clásica, que considera intolerables las discriminaciones fundadas sobre diferencias de sexo, de religión y de raza, sino más bien un concepto de igualdad que considera inaceptables las discriminaciones fundadas sobre relaciones económicas o sociales, juzgando inaceptable la discriminación por motivos de capacidad de renta. Junto a aquellos derechos clásicos de libertad, en tal concepto, los derechos sociales son asumidos como condiciones constitutivas, indefectibles, del principio constitucional de igualdad y, al mismo tiempo, del valor de la persona, de su dignidad. Sobre los derechos sociales, la doctrina constitucionalista habla inicialmente de normas dirigidas a destinatarios especiales, en particular de derechos condicionados o imperfectos (en cuanto fundados sobre normas que presuponen un ejercicio de discrecionalidad legislativa), de ‘principios rectores’, de cláusulas constitucionales generales. Una parte de la doctrina, sin embargo, ha asumido que tal discrecionalidad no concierne tanto al «quid», es decir, el contenido sustancial del derecho, sino más bien sólo al «quomodo» y, como quiera que sea, como ha sido subrayado por calificada doctrina italiana, «de tal forma que no se comprima el contenido mínimo necesario a no rendir ilusoria la satisfacción del interés protegido». Sobre la base de tal aproximación doctrinal, que revaloriza el perfil programático de las disposiciones constitucionales en materia de derechos sociales y la naturaleza – más que constitucional – ‘legal’ que las regula, a partir de los años setenta, la doctrina constitucional europea propone lecturas y tipologías más articuladas, entre las cuales nos resulta relevante, en particular, aquella que distingue entre derechos sociales ‘condicionados’ (artt. 4; 38; 34; 32.1; 38.3; 46 CI) y derechos sociales ‘incondicionados’ (entre otros, art. 36; 32.2; 37; 29; 30 CI). Los primeros presuponen una intervención del legislador, del poder político, sobre el «quando» y sobre el «quomodo»; los otros, en cambio, tienen una estructura y una naturaleza tal que no necesitan de ulteriores intervenciones para su realización. Sea como sea, en la experiencia constitucional de los Estados europeos, no siempre es correcto asumir una positivización de los derechos sociales fundamentales como situaciones jurídicas constitucionalmente reconocidas y protegidas en modo comparable a la libertad, que se encuentra, según las categorías de la doctrina alemana, entre las “situaciones jurídicas pasivas”. Los derechos civiles y políticos, en tal sentido, son reconocidos en todas las Constituciones europeas, siendo también asumidos como base común de acción por gran parte de los Estados miembros democráticos modernos. Sólo con la evolución contemporánea de la forma estatal, sobre todo en el constitucionalismo sucesivo a la segunda guerra mundial, así, se afirman nuevas tipologías de derechos fundamentales fundados en la estrecha integración entre las nociones de libertad y de igualdad, individualizando una nueva familia de derechos – aquellos sociales – basados en la naturaleza o los efectos jurídicos de tales derechos, de forma similar en trascendencia constitucional a aquellos de las tradicionales libertades civiles. Desde tal óptica, los principios en los que se inspiran las Constituciones contemporáneas – que son también principios de desarrollo democrático y de justicia social – dilatan el catálogo liberal de los derechos de libertad, insertando una ‘libertad de la necesidad’; en tal modo materializan el derecho de exigir al Estado de las prestaciones adecuadas para asegurar a la persona y al ciudadano al menos un mínimo de seguridad y de justicia social, así como una distribución material equitativa que haga a los hombres “libres e iguales en dignidad y derechos”. Así, las Constituciones de las que la Constitución de Weimar (1919) ha sido la desventurada pionera, calcando sus huellas, enriquecen – superándolo – el patrimonio liberal a través de aquellos derechos (sociales) que, obligando al Estado en la búsqueda de nuevos equilibrios económicos y sociales y de siempre más amplios horizontes de justicia, representan las raíces de su dinamismo y ofrecen a la democracia de la postguerra la premisa de su solidez... (segue)
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